Madrid San Isidro

Madrid se viste de rojo, de claveles que brotan en el pecho, en la solapa, en la mirada. Sobre la hierba de la pradera, las gorras se alinean como constelaciones castizas, y el bocadillo se convierte en rito, en excusa sagrada para alargar el día, para oír la misa con pan y cielo. Las chulapas […]

Madrid se viste de rojo, de claveles que brotan en el pecho, en la solapa, en la mirada. Sobre la hierba de la pradera, las gorras se alinean como constelaciones castizas, y el bocadillo se convierte en rito, en excusa sagrada para alargar el día, para oír la misa con pan y cielo.

Las chulapas y las chulapos caminan entre las sombras de los pinares, con sus lunares bailando bajo el sol de mayo. Hay algo profundamente bello —y profundamente cierto— en que los más chulapos hoy no nacieron en Madrid, pero han hecho de Madrid su hogar, su acento, su clavel. Las manos inmigrantes son las que hoy atan el mantón, las que alzan al niño vestido con chaleco y orgullo.

Madrid late como un acordeón en las cuesta de San Isidro, como un secreto que se canta en corrillos. Y ahí están ellos: los claveles, los cuerpos, los gestos.

San Isidro no necesita escenario. Madrid es suficiente. Madrid con sus chulapos. Madrid con sus chulapas. Madrid, con todos con todos sus claveles, es hoy la ciudad más guapa del mundo con San Isidro.

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