Estos días de reposo encontré por casualidad unas fotos que hice durante el encierro del 2020. No las buscaba, no las tenía presentes. Estaban ahí, en una carpeta olvidada.
Y al abrirlas, el COVID volvió. Volvió todo.
Como si el tiempo no hubiera pasado. Como si lo que creí que había borrado de mi mente siguiera latiendo en cada imagen.
Durante esos meses de encierro, hice fotos sin pensar que algún día las compartiría. Solo fotografiaba lo que me llamaba la atención, lo que me parecía surrealista, absurdo o simplemente cotidiano dentro de aquel delirio colectivo. Y ahora, cinco años después, al volver a verlas, me doy cuenta de que tienen una fuerza brutal. No se parecen a nada. No se repetirán jamás.
En ellas está todo: el silencio, el encierro, la espera…
Y, sobre todo, está mi padre.
Después de 23 años sin convivir, la vida —o el virus— nos obligó a compartir casa durante cuatro meses. Él está en casi todas las fotos. En su rutina. En su presencia. En esa cercanía desconocida que me removió por dentro.
Hace apenas 15 días murió mi madre, y creo que este hallazgo me ha hecho mirar hacia aquel momento con otros ojos. Más abiertos. Más humanos
Me sorprende que después de todo lo que vivimos, apenas se haya hablado del COVID desde el arte. No hay apenas películas, ni cortos, ni exposiciones. Como si no hubiéramos sido capaces, aún, de digerirlo.
Y quizás yo tampoco lo hice.
Hasta ahora.
Estas fotos me lo han devuelto todo. Lo bueno. Lo malo. Lo que duele y lo que sanó sin darme cuenta.
No las comparto para hacer memoria, ni homenaje. Solo para mostrar lo que yo vi, lo que me tocó. Lo que me llamó la atención cada uno de aquellos días encerrado en mi casa de Jerez de los Caballeros, con mi padre, después de más de dos décadas.
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